Prendida a su cuello de madera blanca,
la crin se deshoja, sucia y desteñida.
Ha perdido el brillo su mirada de agua
y falta en su hocico la aureola amarilla.
Entre los estribos oxidados de alba,
de rocíos calmos, de calmas lloviznas,
su vientre redondo, con cierta elegancia,
cuelga todavía
y es aún su cola la espiga trenzada
que flameaba al aire las tardes de brisa.
Creo que lo arriaron en una mañana,
al cruzar un charco, orejas erguidas
y desde ese día, cabalga, cabalga
con seis compañeros entre la neblina.
¡Ay, si hemos corrido...! Esta vida gira
mucho más a prisa que aquella manada.
Ahí va mi caballo... ¿Me conocería?
Aún salta tan niño como yo saltaba.
Un amor furtivo le ha puesto la marca
de dos corazones sobre una rodilla;
por eso ahora todos en círculo marchan,
mirándose siempre, por si los lastiman.
Les han puesto un toldo de rojiza chapa
y un corral de espinas...
y un cartel que a veces se ve en noches claras,
al iluminarse las gotas que giran
después de las lluvias en las telarañas.
Un cartel que dice: "Lo siento. No pases.
Aquí sólo entran criaturas y hadas".
Carlos Marianidis
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